Prólogos

La pintura como campo de batalla

Prólogo del Libro "Liliana Golubinsky"
por Rodrigo Alonso


El temor del artista frente a la tela en blanco es como el del escritor frente a la página vacía. Una parálisis existencial que no tiene tanto que ver con la posibilidad de no lograr una imagen o una escritura significativa, sino más bien, con el peligro de no poder poner en marcha el proceso creativo que sustenta al autor en su lugar. Cada vez que se emprende una obra se inicia una batalla que es, ante todo, una cruzada personal. Una lucha por sostener la pasión, la vocación y la energía que construyen a diario la columna vertebral del trabajo del artista.
Las pinturas de Liliana Golubinsky prolongan esta dinámica hacia el propio terreno pictórico. En sus superficies, los personajes y acontecimientos se arremolinan en una suerte de contienda agónica, heterogénea pero productiva. Un movimiento vibrante atraviesa las telas, otorgándoles una vida singular; una vitalidad que se transmite casi de inmediato al ojo que las observa y que recién encuentra la calma a medida que los conglomerados de imágenes van develándose en sus metáforas y sentidos.
Aunque los motivos se han ido modificando a lo largo del tiempo, la construcción dinámica del espacio plástico es una marca autoral que traduce con insistencia la complejidad de nuestro mundo contemporáneo. De hecho, son numerosas las referencias a la vida actual, a los problemas que atraviesa la realidad de todos los días, a los valores y las idiosincrasias que dictan actitudes y modos de ser y pensar. Pero todas estas remisiones aparecen más bien en formas lúdicas, en juegos visuales e ironías, en situaciones que plasman una perspectiva crítica fundada sobre una mirada aguda y personal.

Las batallas de la pintura

Las obras de finales de los noventas muestran a una Liliana Golubinsky embarcada en la tarea de erigir su universo imaginario a partir de citas y apropiaciones. Utilizando la técnica del collage, recorta mapas y figuras de la historia del arte y los pega sobre el lienzo, conformando unos conjuntos visuales plagados de repeticiones, homenajes y resonancias. Algunas imágenes son particularmente recurrentes, como el Retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares, de Diego Velázquez, otros jinetes y barcos antiguos. Con todos ellos elabora verdaderos escenarios de guerra – como en Batalla ganada (1995) – o cuadros relacionados con avanzadas bélicas y conquistas – Cada cual atiende su juego (1999), Tormenta en altamar (1999), La precesión (2000) –. En todos los casos, el espacio está diseñado mediante el recurso del plano rebatido, que traduce los posicionamientos horizontales en ubicaciones verticales, otorgando al espectador una visión completa e instantánea de todo lo que sucede en él. La pintura se construye mediante veladuras y capas superpuestas, lo cual les otorga una densidad y una oscuridad que contrasta con la liviandad de sus producciones posteriores.
Muchas de estas pinturas suelen estar atravesadas por una escritura automática que configura una capa subterránea, al mismo tiempo textual y visual. En ella se despliega un sustrato narrativo que podría funcionar también a la manera de una memoria histórica. No obstante, su contenido es incomprensible, o sólo puede aprehenderse fragmentariamente. De esta forma, es mucho más evocativo que informativo, no apunta a revelar el sentido de la representación sino que más bien la complejiza con un elemento abierto a la significación.
Ya en estos años, comienzan a aparecer algunas marcas que se continúan – e incluso profundizan – en los trabajos posteriores. Una de ellas tiene que ver con los títulos. En muchos casos, estos provienen de la cultura popular, de frases hechas, canciones, películas, refranes, etcétera – Aquel tapado de armiño (1997), Cada cual atiende su juego (1999), El burrito del teniente (2002) –. También se hace presente en este período la mirada irónica, crítica y burlona que se potenciará más tarde; en Gira la calesita (1997), por ejemplo, los jinetes montan caballos con ruedas y la batalla se ha transformado en un verdadero juego.
Otro punto importante se encuentra en su naturaleza narrativa. Todas las obras de Golubinsky poseen algún tipo de sustrato argumental, incluso si no es evidente a primera vista. Pero lo más destacado es que éste está erigido sobre una multitud de pequeños microrrelatos, muchas veces incongruentes, que parecieran coincidir tan solo en la proximidad espacial. Si se los observa con detenimiento, es posible advertir la falta de interconexión entre los personajes que pueblan las telas y entre los acontecimientos de cada uno de ellos lleva adelante. Este rasgo se ahondará en los años posteriores, cuando los temas pierdan la pátina de relato histórico y empiecen a abordar el mundo contemporáneo. Aquí, las multitudes aparecen conformadas por individuos en actitudes más bien solitarias, ensimismados, realizando tareas específicas con independencia de su entorno, presos de la indiferencia, la abulia o la alienación.

Hasta el cuello

En los albores del milenio, las pinturas de Golubinsky comienzan a sufrir una transformación importante. Junto a las figuras prestadas por la historia del arte – que ahora son pintadas sobre la tela, y no recortadas y pegadas – surgen otras inventadas por ella, delineadas rápidamente, con rasgos simples pero contundentes. La crítica de arte y académica, Nelly Perazzo, acierta cuando asegura que, con esta decisión, la artista “empieza a hablar por ella misma en lugar de hacerlo en tercera persona”.
Este proceso se produce de manera gradual. En piezas como Blanqueando historias (2002), coexisten los jinetes y los barcos con una multitud de figuras humanas que, desde un segundo plano, reclaman atención hacia su presencia. A medida que estas figuras van adquiriendo protagonismo, la materialidad y composición de las telas se modifican. La pintura va abriendo lugar al dibujo como eje visual y se torna cada vez más ligera. La paleta se reduce y adquieren mayor relevancia los colores puros, que se ajustan a sectores precisos de la representación. En Sin consuelo alguno (2002), por ejemplo, el fondo presenta una coloración ocre homogénea, mientras los soldados que la pueblan poseen uniformes de color azul y colorado.
Este último dato no es inocente. Para quienes conocen la historia nacional, el conflicto entre azules y colorados recuerda un momento preciso de las luchas intestinas dentro del ejército. Aun cuando la obra no remite a ningún acontecimiento específico, hay en ella una figura compuesta por una mitad femenina – circundada por la bandera argentina – y una mitad de vaca, que es sin dudas una alegoría de la República Argentina. Pero tanto ésta como los caballos que soportan a los militares se desplazan sobre plataformas con ruedas, dando a entender que son entidades semejantes a juegos infantiles.
El intertexto político no es casual. En los años inmediatamente posteriores a la crisis social e institucional de diciembre de 2001, éste aparece como horizonte de significación con frecuencia, ya sea de manera consciente o inconsciente. Los títulos de las obras de este período no dejan muchas dudas al respecto: Todos estamos sumergidos (2001), Está llegando al cuello (2002), Hambre de perros (2002), Sin consuelo alguno (2002), El cartonero (2004). Son trabajos creados en medio de una época oscura y dolorosa para el país, en un momento de incertidumbres y cuestionamientos que no podía dejar indiferente a nadie, y que fue singularmente intenso en la producción de la mayoría de los artistas que lo atravesaron.
En forma paralela, se van diversificando los soportes y medios de producción. El lino se convierte en la superficie predilecta para llevar adelante estas piezas: del derecho o del revés, preparado o sin preparar, liso o tramado, comienza a intervenir con su singular materialidad y textura sobre los universos imaginarios que surgen de la mano de la artista. Sobre él se despliega una batería de herramientas para la creación: los acrílicos, la carbonilla, los pasteles, los pasteles-tiza, los marcadores. Cada una imprime su marca sobre el resultado final de acuerdo con la mayor o menor resistencia al desplazamiento que ejerce el soporte.
Por otra parte, Golubinsky trabaja sin bocetos. Toda la composición es creada directamente sobre la tela. Según relata la artista, las figuras aparecen en las imperfecciones del lino, en las manchas y las sombras, en las irregularidades y los pliegues; sólo hay que sacarlas a la luz. Con paciencia van surgiendo hasta que la totalidad cobra sentido. Este proceso puede llevar varios días, e incluso, no producirse jamás. Pero la autora se niega a forzar el resultado o a preparar unos borradores que pudieran ayudarla a arribar a un puerto prefijado. En la espontaneidad, la investigación y el hallazgo, se cifra la clave de su método de creación.

Equilibristas

Hacia 2004, las telas comienzan a poblarse de personajes voladores, acrobáticos, inestables. El espacio pictórico es ahora estrictamente vertical, con sectores bajos y elevados, y una composición plana que potencia las lecturas en la bidimensión. Los fondos tienden a ser homogéneos, aunque en ocasiones esbozan algún intento de volumen o la línea de un horizonte. Pero el peso visual está focalizado decididamente sobre las figuras, que adquieren un protagonismo incuestionable.
Algunas pinturas tematizan la aparición de estos personajes. Titiritero (2004), Colgados (2006), El circo (2006), Salto mortal (2006), Todos somos equilibristas (2006), Te sostengo (2008), justifican desde sus títulos la presencia de estos seres suspendidos o que intentan mantener el equilibrio. Este estado de zozobra aparece con frecuencia ligado al ámbito urbano – como en Congestionamiento (2006), El vestido azul (2006), No soy yo, es usted (2006), o Yo te embisto, tú me embistes (2007) – pero muchas veces pareciera hablar más bien de una suerte de sentimiento de lo contemporáneo, de la complejidad del mundo actual y de sus consecuencias sobre los que lo padecemos a diario.
La generalización del desequilibrio construye escenas de un marcado dinamismo. En Del mismo palo (2005), personas y animales giran alrededor de unos ejes verticales que configuran una situación ágil, entre móvil y lúdica. En Colgados (2006) y Pájaros en la cabeza (2006), unos individuos se balancean agarrados a otros que desaparecen por el marco superior. Un poquito de viento (2006) se organiza sobre una composición centrífuga en la cual hombres, mujeres y perros – un animal que se repite con asiduidad en estos años – se van proyectando hacia los bordes de la tela con impulso angular. Algunos títulos apelan a los gerundios para enfatizar la imagen general de movimiento, como Soportando (2007) y Dando vueltas (2009).
Al mismo tiempo, un conjunto de obras exhibe un espacio fragmentado que introduce una cuota de estatismo, aunque sin eliminar por completo las tensiones. En Ayúdenme a salir (2008), la representación está dividida por una línea horizontal que separa un plano superior diáfano de un sector inferior atestado de transeúntes y vehículos hacinados. En Cuando Periquito era calvo (2009), Llueve en mi ciudad (2009), Se le subió a la cabeza (2009) y Me escuchas (2012), Golubinsky recurre a una grilla de pequeñas pinturas para segmentar la composición. Cada una de ellas desarrolla un relato simple y concentrado que, al multiplicarse, entra en relación con los universos complejos e intrincados de las telas mayores. Por otra parte, y como una nueva marca de diferenciación, los colores han sido reducidos al blanco y el negro, con algunos toques de rojo que enfatizan líneas y manchas.
Acróbatas, contorsionistas, equilibristas, imprimen sobre estas obras un carácter espectacular. Todo se ofrece a la contemplación con un sentido exhibicionista que apela al espectador, aun cuando pareciera no existir esta misma voluntad al interior de los cuadros; en Mirame a los ojos (2006), por ejemplo, ninguno de los personajes cruza sus ojos. Éstos aparecen más bien como los actores de historias destinadas a la mirada exterior, y por tanto, involucran al observador. No es casual que muchos títulos sean frases basadas en apelativos: Soy la mujer de tus sueños (2006), Yo te embisto, tú me embistes (2007), No seas negativo (2008), A vos no te lo presto (2009), Ayúdenme a salir (2009), ¡Cuidado! Me hacés ver las estrellas (2009).
Nelly Perazzo detecta sarcasmo en “este mundo funambulesco de personajes en posiciones acrobáticas y equilibrios imposibles”. En todo caso, es evidente que hay un sentido trágico subyacente. Una capacidad para sortear obstáculos, acompañada por una incapacidad para la comunicación. Estos temas se van profundizando en los trabajos posteriores, a medida que estos simpáticos seres van dejando su lugar a la multitud.

Entre disputas y festejos

El año 2010 deja su marca en la obra de Liliana Golubinsky. Los festejos del bicentenario de la Revolución de Mayo reavivan las reflexiones sobre la historia argentina y la realidad política del país. En este contexto, la artista ofrece su propia mirada sobre estos tópicos con la ironía y el humor que la caracterizan.
Bicentenario. Mirando la historia con ojos de niña (2010) adopta esta perspectiva crítica. La obra está dividida en dos partes claramente diferenciadas. En la inferior, un grupo de pequeñas escolares parecen jugar y divertirse. Por encima de ellas, en una suerte de nube de historieta, aparecen diversos personajes asociados a la historia nacional: mujeres con abanicos y peinetones, soldados con escarapelas, el General San Martín y los picos de Los Andes, una virgen protectora. Pero el centro de la nube está ocupado por tres diablos rojos que también atraviesan como espectros la zona inferior del cuadro. Esta marca discordante obliga a repensar todo el conjunto. Al respecto, la artista hace referencia a la famosa frase “el diablo metió la cola”, a las interferencias e imprevistos que siempre están a la vuelta de la esquina, y que podrían cambiar el sentido de los festejos.
En esta misma línea de pensamiento, Golubinsky posa su atención sobre las figuras de los próceres, esas personas ensalzadas por la memoria, sobre las cuales, toda una sociedad deposita sus esperanzas. Su mirada, por supuesto, no es para nada condescendiente. Una pieza como El prócer tambalea (2011), lo pone de manifiesto de inmediato. Sin embargo, no se trata de echar por tierra a estos baluartes de la historia sin más. Se trata, en cambio, de formular una profunda reflexión sobre la heroicidad, sus posibilidades y consecuencias, pasadas, presentes y futuras. ¿En qué se han transformado los héroes de nuestra historia? ¿Cómo son instrumentados por los discursos que los convocan desde la actualidad?
En este sentido es interesante la obra que la artista dedica a la hazaña de nuestro héroe máximo, San Martín (2011). En ella, el cruce de la Cordillera de los Andes aparece como una tarea compleja, esforzada, titánica, que no es llevada adelante por una única persona, sino por un numeroso grupo de osados. Restituir el valor de lo colectivo y desacralizar los nombres propios es parte de un proceso revisionista que todavía nos queda por completar.

La dinámica de las multitudes

A medida que avanza el primer decenio del siglo veintiuno, Liliana Golubinsky va desarrollando y perfeccionando una forma de composición heterogénea, compleja y abigarrada. Las telas se pueblan de numerosos personajes que se aglutinan en masas informes, y que transmiten el sentido del anonimato propio de las grandes extensiones humanas. En su interior, los individuos aparecen ocupados en actividades simultáneas e incongruentes. Cada uno en su propio mundo, con poca percepción sobre los demás, lleva adelante unas tareas que no parecen aportar al beneficio del conjunto. Así, no hay un verdadero sentido de lo comunitario, sino más bien, una conjunción de soledades reunidas en un espacio – por lo general muy estrecho – que pugnan por encontrar un lugar propio sin lograrlo.
Familia numerosa (2009) es una de las primeras pinturas que exhiben este tipo de estructura. Aquí, personas de diferentes edades se distribuyen en hileras que van ocupando, de manera vertical, la totalidad del cuadro. Entre ellas, hay niñas escolares, madres con bebés, señoras y señores, chicos y adultos, retratados de frente y de perfil, y en las actitudes más diversas. Sólo los abuelos se separan del conjunto, generando un espacio singular que contrasta con la uniformidad del resto de la masa.
Sobre la base de esta estructura compositiva, Golubinsky ensaya una multiplicidad de soluciones que enriquecen su trabajo. A veces es posible identificar a cada uno de los personajes que integran una multitud – como en el tríptico Pateándola para otro día (2010) o en Todo es frágil (2011) –; otras veces, por el contrario, la masificación alcanza un grado tan elevado, que apenas se distinguen algunos rasgos desdibujados de rostros perdidos – como en Mi mundo y el mío (2012), por ejemplo –. A veces, las figuras se distribuyen libremente sobre un espacio diáfano logrando retener cierta identidad – como en Mi agüita (2012) –; otras veces, las muchedumbres son confinadas a porciones reducidas del espacio pictórico, que contrastan con otros de mayor amplitud y libertad – en Tirame un salvavidas (2012) o El miedo (2013), por ejemplo –. Finalmente, hay ciertas obras en las cuales las figuras se ubican en capas de diferente opacidad, creando un interesante efecto de simultaneidad – Día de campo (2013), por ejemplo –, y otras en las cuales los rostros que se amontonan generan efectos tridimensionales – como en Desde las sombras (2012) –. Todos estos recursos enaltecen la obra de Golubinsky otorgándole una visualidad siempre renovada.
Esta sumatoria casi compulsiva de criaturas y situaciones induce consecuencias sintácticas y semánticas. Ante todo, promueve el desenvolvimiento de una narrativa no lineal completamente a tono con el mundo contemporáneo. Las nuevas tecnologías nos han acostumbrado a distribuir la atención en informaciones instantáneas y simultáneas, que instan a construir relatos a partir de inputs parciales o fragmentados. Este tipo de atención es por demás pertinente a los trabajos de Liliana Golubinsky. Aquí, la acción general es el resultado de la adición de los acontecimientos unitarios, aun cuando éstos no sean nunca congruentes. Pero es que incluso esos acontecimientos no son en sí mismos completos. Muchos apenas sugieren lo que son, otros son prácticamente irreconocibles, otros son engañosos. No obstante, reunidos en una totalidad, construyen una atmósfera dramática peculiar que no carece de sentido.
Por otra parte, este tipo de organización visual pone de manifiesto la confluencia de espacios y tiempos simultáneos, que muchas veces son igualmente incongruentes. Es común la inversión espacial: que los automóviles vuelen, que los edificios crezcan por debajo de las personas, que los animales floten patas para arriba, etcétera. También son habituales las distorsiones de escala que provocan un extrañamiento de la representación realista. A veces, las situaciones parecen desarrollarse a diferente velocidad, pero sobre todo, la dislocación temporal se produce en el nivel de la contemplación. Al haber zonas con una concentración de actividades y otras con ausencia de éstas, el espectador se ve obligado a desplazarse visualmente sobre la superficie de la tela a diferentes velocidades, imprimiendo su propio ritmo sobre los universos imaginarios en función de su avidez e intereses.
El trabajo que realiza el ojo del espectador merece una consideración especial. Porque la multiplicidad de estímulos que recibe desde la superficie pictórica lo obliga a mantenerse casi en movimiento permanente. Este movimiento no se produce exclusivamente sobre la bidimensión de la representación plástica, sino también, en una suerte de oscilación continua entre la proximidad y el alejamiento, que permite apreciar la pieza desde diferentes perspectivas. Efectivamente, ésta presenta distinta información visual desde cerca y desde lejos, y es tarea del espectador armonizar esta variedad de puntos de vista en la construcción de una totalidad que posea algún grado de coherencia que lo satisfaga. Este desplazamiento ocular contradice en alguna medida la organización espacial del cuadro. Porque, si bien ésta se articula sobre los ejes cartesianos del ancho y la altura, el ojo del observador circula libremente entre rostros, acciones y objetos que llaman su atención y que inducen una contemplación abierta y libre.

Microrrelatos y micromundos

Las acciones individuales que realizan la mayoría de los integrantes de las multitudes que pueblan las obras de Golubinsky, promueven una estructura narrativa basada en microrrelatos. En ocasiones, éstos desintegran por completo la unidad enunciativa para proyectarse en una miríada de situaciones aisladas. En Mi agüita (2012), esto se percibe con claridad. Aquí, los personajes se distribuyen sobre la superficie de la tela, ubicados sobre pequeñas islas que les proveen un lugar propio. En cada una de ellas se llevan adelante las acciones más dispares: una pareja se besa, una mujer riega una casita en miniatura, un marinero es rodeado por barcos y otro mira por un catalejo, un pescador saca un pez del agua y lo coloca en la sartén de un cocinero que habita otra isla, una niña observa su reflejo mientras un señor abandona su sombra. No hay forma de establecer un eje que unifique a todos estos sucesos. Y es que, justamente, esta es la propuesta de la artista: ofrecer una cosmología de seres y acontecimientos que permitan al espectador crear de manera lúdica su propia aproximación a la experiencia artística.
Sin embargo, a través de estas imágenes se desliza la mirada autoral de Golubinsky, una mirada que incomoda, que se sumerge en la profundidad, que señala puntos de conflicto. En Tirame un salvavidas (2012), un amplio sector de la tela exhibe una carrera de rodados mientras en los sectores laterales derecho e inferior se apiña el público asistente. Pero visto desde cerca, se percibe que el público no está prestando atención a la disputa deportiva. Hay una mujer desnuda y un hombre que pareciera cantarle una serenata. Otra mujer baila una danza. Hay parejas que se besan y un hombre que esgrime un garrote. Hay, incluso, un busto de un prócer, pájaros, perros y otros animales. Un hombre ubicado hacia la mitad del borde izquierdo tambalea rodeado por un salvavidas, mientras varias personas en la muchedumbre parecen jugar con estos elementos de salvataje. Pero nadie presta atención a la carrera. Algo similar sucede en La casa se está quemando (2014). En la parte inferior de la pintura, un grupo de personas mira hacia adelante o hacia al costado en diferentes actitudes. Pero ninguna observa el magnífico incendio de un caserío que tiene lugar a sus espaldas. Parecen anestesiadas, o perdidas, o indiferentes. Esta reacción – o, más bien, esta falta de reacción – formula un comentario sobre quienes habitamos el mundo actual, impulsados a ser cada vez más insensibles hacia las tragedias que se multiplican sobre el globo.
Todo es frágil (2011) agrega a este tipo de composición abigarrada, el recurso plástico del trabajo con diferentes marcadores que genera una superposición de figuras y acciones. En primera instancia, la artista trabaja con tintas transparentes que crean un universo espectral. Luego utiliza un color semitransparente, como el amarillo, y agrega siluetas que por momentos se funden con las anteriores. Finalmente, emplea un marcador de una opacidad más neta, como el negro o gris, que añade otra capa figurativa que complejiza el conjunto. En esta pieza, la relación entre cercanía y lejanía es crucial, como lo son las interrelaciones de los diferentes registros y las asociaciones que se producen, voluntaria e involuntariamente, en la confrontación de los dibujos superpuestos.
Dos obras recientes se desvían un poco de los temas habituales en el trabajo de Liliana Golubinsky y pueden servir a manera de conclusión para este ensayo. Son las que llevan por título Los paraísos por encontrar I y II (2013). Se apartan del resto de su producción, principalmente, porque abordan la iconografía bíblica. En ambas aparecen los tópicos clásicos del libro del Génesis que relatan la transgresión a la ley de Dios, la expulsión del Edén y la instauración del Pecado Original: el árbol de la sabiduría, la manzana de la tentación, la serpiente, la desnudez cubierta por hojas de parra. Sin embargo, el tono general no es trágico sino más bien festivo. Como si el acceso al conocimiento fuera una suerte de liberación, de potencialidad inesperada, de futuro promisorio. Así parece confirmarlo el título.
En estas obras hay un ambiente juguetón y un sentido optimista que de alguna manera sintetizan el espíritu de toda la producción de la artista. Porque hasta los trabajos más críticos no abandonan nunca la perspectiva lúdica y humorística que fomenta la reflexión constructiva. Así como estas obras prometen paraísos por encontrar, las piezas más conflictivas describen el campo de operaciones de unas batallas que todavía se pueden ganar.